Que Donald Trump haya sido elegido Presidente de EEUU, no me ha sorprendido. A medida que la campaña avanzaba y se elevaba el tono de su discurso populista más me imaginaba a Trump en la Casa Blanca. A veces, me dejaba llevar por los pronósticos de las encuestas e incluso por los argumentos de los analistas que se esforzaban en dar como ganadora de las elecciones a Hilary Clinton y pensaba que, tal vez, me equivocaba. Pero no, las encuestas y los politólogos erraron más de lo debido y, desgraciadamente y por inexplicable que parezca, en el siglo XXI, un fascista de nuevo cuño gobernará el país más influyente y poderoso del mundo. Y aunque moleste su imagen decadente y sus ideas sean despreciables, no debe de resultar tan sorprendente y extraño que se haya convertido en el 45 presidente de EEUU. Sólo hace falta observar el tiempo en el que vivimos para darnos cuenta de la asonada ultraderechista que se está imponiendo en el mundo.
En Europa, los avances de la extrema derecha hace tiempo que dejaron de ser una anomalía, más o menos preocupante, para ser una realidad social muy peligrosa, gracias a la falta de alternativas de una izquierda silenciosa y sin imaginación que no ha sabido hacer frente a las trágicas consecuencias de la crisis sistémica, desatada por el capitalismo de la globalización. Si, además, añadimos los éxodos de refugiados y migrantes a causa de las guerras económicas, emprendidas por EEUU, Israel y la UE para conseguir materias primas y la hegemonía en el control del petróleo, el cuadro adquiere la profundidad de un desastre histórico. Si se une en un mismo tiempo la desideologización de la población, la dejación de los derechos y libertades democráticas, la falta de soberanía y la asunción por parte de la socialdemocracia de las políticas y mensajes de la derecha, se darán las circunstancias idóneas para que el populismo fascista encuentre su acomodo en el voto desesperado de la clase trabajadora y en el miedo insolidario de una clase media que no quiere perder los pocos privilegios que le da el sistema. Los momentos históricos no se repiten con exactitud, pero se asemejan. Los EEUU de 2016 no es la Alemania de los años 30, ni Donald Trump es Adolf Hitler, pero se parecen. Incluso la suave protesta con que los mandatarios de Europa han acogido la elección de Trump, recuerda la condescendencia con que Winston Churchill y otros políticos europeos aceptaron el resultado de las elecciones de 1933, en las que el Partido Nazi y Hitler resultaron ganadores.
Con algunas variantes sociológicas, en EEUU, ha ocurrido y ocurre lo mismo que en Europa. El libro del periodista y escritor neoyorkino George Packer, “El Desmoronamiento. Treinta años de declive americano (1978-2012)” ayuda a entender por qué un tipo como Donald Trump ha podido alcanzar la presidencia de su país. Hoy, EEUU es una sociedad que se derrumba, abandonada a su suerte en la que el bipartidismo histórico de demócratas y republicanos ha gobernado durante décadas con el mismo paradigma y para el mismo establishment. Y aunque, en campaña, las promesas de Hilary Clinton, igual que las de Obama, Bill Clinton o Carter, se interesaban por los derechos de los colectivos más golpeados del sistema los negros, la migración, las mujeres y los trabajadores, lo cierto es que, a lo largo de la historia más reciente de EEUU, tanto el partido demócrata como el republicano siempre han mostrado más “preocupación por los intereses de las grandes corporaciones que por los derechos de la gente trabajadora”. Según escribe Packer, en estos treinta años, los estadounidenses han contemplado cómo se desmoronaba el país. “Han sido testigos de cómo las instituciones, existentes desde su nacimiento, se venían abajo como árboles talados a lo largo y ancho del paisaje y como los líderes descuidaron sus cargos”. Desde la década de los 70, con demócratas y republicanos Washington sólo ha sido y es un nido de lobistas, comisionistas y grupos de presión para legislar y decidir en favor de las grandes empresas y de los más ricos. Las viejas ciudades perdían su tejido industrial y gran parte de su población, mientras las organizaciones civiles o los sindicatos “se hundían como castillos de arena ante la tormenta, sin apenas hacer ruido…” La crisis financiera y su correspondiente burbuja inmobiliaria arrasaron lo que quedaba del sueño americano en un país donde la desigualdad y el racismo esconden una lucha de clases nunca reconocida, ni siquiera por los propios norteamericanos. “Solos, en un paisaje carente de estructuras sólidas, los estadounidenses deben improvisar sus propios destinos y se ven obligados a dibujar una historia personal de éxito y salvación –escribe Packer- Durante el desmoronamiento todo cambia y nada permanece, excepto las voces, teñidas con ideas prestadas: Dios, la televisión, el pasado, contar chistes levantando la voz, quejarse tras las cortinas para dejar fuera el mundo, soñar en voz alta sentado en el porche, contemplando los camiones que rugen por la oscura autopista”.
En esta desesperación individual, solitaria y sin futuro, sin alternativas y con una izquierda casi desconocida, el mensaje de Trump llegó en el momento oportuno, con enemigos bien definidos y concretos a quienes culpar del desmoronamiento colectivo. Aprovechando la popularidad televisiva del programa que presentó durante once años en la NBC (2004-2015) The Apprentice, Trump recurrió, igual que Hitler, a la propaganda provocadora de ideas que nacen y se alimentan en la angustia y la desesperanza vociferante de la calle, el bar y las largas carreteras del medio oeste. Donald Trump referente de la televisión basura, empresario del negocio inmobiliario, multimillonario xenófobo, dueño de la compañía que organiza los concursos de mises en EEUU y un político que no cree en la política, es hoy el Presidente del país con más poder económico del mundo. Y, como he escrito al principio no resulta extraño. Cuando el sistema se desmorona, la izquierda se repliega, la derecha saca pecho para refundar el capital y el pueblo se divide, los embaucadores del populismo fascista proclaman con entusiasmo veni, vidi, vinci, lo mismo que dijo Julio Cesar ante el senado romano.
Amparo Lasheras
Artikulo oso ineresgarria, zinez,egoera kezkagarria. Eskerrik asko Amparo.
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