EITB da voz al periodista que justificó los fusilamientos de Txiki y Otaegi

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Hoy se cumplen 41 años de los fusilamientos de Txiki y Otaegi junto a otros tres miembros del FRAP. Tan solo hace unos días, en el programa Boulevard de Radio Euskadi dieron voz al «veterano» periodista Fernando Ónega para que opinara sobre unas posibles terceras elecciones en el Estado español.

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Este periodista de imagen angelical y voz pausada, que da lecciones de ética periodística y valores democráticos allá por donde va, es el mismo que justificó los fusilamientos de Txiki y Otaegi en 1975 desde su columna en el diario falangista «Arriba», del que era subdirector. Aquí su infame crónica:

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Ónega fue subdirector del diario Arriba y comentarista político de Pueblo. En el periódico falangista, fundado y dirigido por José Antonio Primo de Rivera, firmaba los artículos que le dictaba un ministro del Movimiento. Aprovechó el servicio militar para transformarse en el jefe de Prensa de la Jefatura Provincial del Movimiento de La Coruña, pasando por su tarea como jefe Nacional de los Servicios de la Guardia de Franco y asesor político del lugarteniente general de aquella organización. Tras la muerte de Franco, fue el responsable de redactar los discursos a Adolfo Suárez como su jefe de prensa, haciendo famosa aquella frase de «puedo prometer y promete».

La muerte del dictador le afectó de tal manera, que decidió escribir una crónica emocionada y sentida el día de su funeral:

Los testimonios gráficos de dolor fueron incontables, desde aquel viejo legionario que dejó ante el túmulo, como último homenaje, su gorro de combatiente con un sonoro “Adiós, mi General”. O aquel otro, que después de la espera y el cansancio, cayó muerto en el instante en que saludaba de la forma más sincera que había aprendido: con el brazo en alto. Luego, en torno a la Armería estaban las coronas. Todas las enviadas desde todos los lugares del mundo, y muchas anónimas, sin firma alguna, que se limitaban a decir como una: “Velar supiste la vida de tal suerte, que viva queda en tu muerte”. Era, seguramente, de un miembro del pueblo llano que sabía que su nombre no añadía nada al ya inmenso dolor popular.
El pueblo de Madrid recibió en aquellas fechas el certificado de ese tópico político que se llama la “mayoría de edad”. Pero, tópico y todo, hay que referirse a él. Pese a la emoción de las horas, pese a la enorme simbología de cuanto aquí se cuenta, pese a la aglomeración humana en el cinturón de silencio que se había establecido en la zona colindante con el Palacio de Oriente, hay que dejar escrito que no se produjo ni un solo incidente de orden público, ni siquiera una escena de histerismo. Bien valía el testimonio de aquellos días para gritar una vez más: “Dios, qué buen vasallo…” Esta vez, sin embargo, había que cambiar la segunda parte del verso del poema del “Mío Cid”. En cualquier caso, Madrid, en aquellos días, estaba siendo la capital del dolor: de un gran dolor nacional.
Todo cuanto se ha dicho en las líneas anteriores se puede repetir para la histórica jornada del día 23. A las siete de la mañana de ese día, se terminaron las manifestaciones de dolor ante el féretro. Pero Madrid se volvió a volcar para decirle adiós a Franco cuando ya su cuerpo abandonaba definitivamente el casco urbano para recibir sepultura en el Valle de los Caídos. Se había preparado un gran estrado para el funeral, con 632 asientos. Al frente estaba, como un símbolo de luto de la ciudad, el rostro triste de doña Carmen Polo de Franco.
La mañana del día 23 enmarcó un impresionante espectáculo de respeto y dolor. Desde la plaza de Oriente a la Moncloa, las calles de la capital de España eran, una vez más, un símbolo. Lucía el sol, y el paisaje se había vestido de ropas amarillas en sus árboles. Cuando Europa tiritaba bajo una ola de frío, la televisión en color les servía el impresionante testimonio de un paisaje urbano que lo había hecho bello justamente una obra de gobierno que en aquellos instantes terminaba.
Rodeado por el Regimiento de la Guardia que tanto le había acompañado, la plaza de España, el Jardín de la Montaña, Ferraz, Rosales, Moncloa, la Ciudad Universitaria fueron los últimos lugares por los que pasó su cuerpo ya sin vida. Era, precisamente, el Madrid que había hecho Franco: el Madrid de las estampas modernas, del nivel de vida alto, de unos centros de formación superior que durante su mandato se habían terminado. En el Arco de Triunfo de la Moncloa, donde la ciencia le rinde homenaje a las Fuerzas allí vencedoras, Madrid despidió a Franco. Despidió su cuerpo, porque su sentido de la vida, de la política y, sobretodo, de la eficacia, que ahora pasaban al reino de la Historia, quedaría grabado para siempre en aquellas gentes que con tanta devoción, cariño y agradecimiento ahora le despedían.
Mientras tanto, no sólo de dolor vivió la ciudad en aquellas fechas inolvidables. Al tiempo que éste se hacía presa de los corazones, nacía la esperanza: Madrid, al mismo tiempo, se convertía en capital de la esperanza. ¿Y qué daba pie para pensar en ella? Sencillamente, lo que dejaban ver los ojos: los testimonios del pueblo. Aquel pueblo madrileño que, agolpado en las aceras, asistía al entierro o guardaba largas horas de cola, era lo que fundamentaba la esperanza de que Franco había dejado una sociedad madura, preparada para emprender una nueva etapa.
Setecientos periodistas de todo el mundo se habían dado cita en la capital de España para asistir a los solemnes actos. Las crónicas que aquellos días se publicaban en todos los periódicos del mundo tenían acuñada una frase: España estaba naciendo a la democracia. Hasta ahora, Franco significaba la confianza, además del poder. A partir del momento de su muerte, la capacidad de decisión se trasladaba a otras esferas: comenzaban a jugar las instituciones, comenzaba a pensarse en la capacidad de decisión del pueblo por sistemas democráticos. Todo esto se producía sin la menor alteración, porque, efectivamente, así estaba previsto en la legislación que Franco había creado o inspirado. El Rey inauguraba un nuevo estilo que, en lo visible, ya se había manifestado cuando llegó ante el féretro de Franco, y no permitió que el desfile de madrileños se paralizase mientras él oraba ante el túmulo.
Pero lo que importaba en aquellas horas era el sustento de la base. La gran verdad es que la presencia del pueblo y su enorme testimonio de madurez era el que hacía concebir todas las esperanzas que los periódicos resumían.
Las emisoras de radio, conectadas a Radio Nacional de España, seguían transmitiendo música fúnebre. Centenares de taxistas llevaban crespones negros en sus automóviles. Muchos balcones particulares lucían la Bandera nacional con un crespón en el centro. Lo mismo ocurría en establecimientos comerciales. Madrid exteriorizaba su luto de la forma más visible que podía.
Sin embargo, a las once de la mañana, el pueblo madrileño acudió a la Carrera de San Jerónimo, al paseo del Prado y a otras calles para vitorear al Rey, que prestaba juramento ante las Cortes Españolas, reunidas en sesión plenaria conjunta con el Consejo del Reino. A la salida de la Cámara Legislativa, Madrid gritó, por primera vez en muchos lustros, “Viva el Rey”. Había alguna pancarta con esa leyenda. El Rey, en su mensaje, había abierto un nuevo y apasionante capítulo de la Historia. Llamaba a la concordia nacional, invitaba a todos los españoles, hablaba de un orden justo, negaba los privilegios y prometía que todas las causas serían escuchadas. Resumiendo el ambiente popular después del solemne acto, el diario “Arriba” escribió: “Después de la proclamación, ya en la calle, los Reyes de España sintieron cerca la voz amiga del pueblo. Los vítores, las esperanzas, el cariño, todo se fundía en torno a Don Juan Carlos y Doña Sofía. El Rey caminaba en su coche, mirando al frente a sus gentes, con el semblante firme, preparado para el futuro, mientras las cámaras se movían en su torno. En el coche posterior, la Infanta Cristina sonreía al futuro”.
Pero si grandes fueron las manifestaciones populares este día, mayores han sido el 27, fecha en que se celebró la exaltación del Monarca en la iglesia de los Jerónimos. Fue, otra vez, un plebiscito, también como respuesta a la invitación que había hecho el alcalde de Madrid en su último bando. Los vítores a los Monarcas, cuando llegaron a la iglesia, sólo fueron silenciados por los acordes del Himno nacional. A la salida, el mismo impresionante recibimiento. Por el paseo del Prado, en Cibeles, en la calle de Alcalá, por la Gran Vía, plaza de España, calle Bailén, plaza de Oriente, el pueblo madrileño vitoreaba a sus Reyes. Flameaban los pañuelos, enroquecían las gargantas, sonaban ininterrumpidamente los aplausos, acompañando al Rey y a la Familia Real en su recorrido hacia el palacio, donde iba a tener lugar el almuerzo y la recepción a los hombres de gobierno que habían llegado de todo el mundo.
En la plaza de Oriente, convertida otra vez en plaza de España, en corazón de España, el pueblo estaba, como siempre, para manifestar sus lealtades. Arriba, en los balcones, Europa miraba a través de sus ojos más ilustres: el esposo de la reina de Inglaterra, el presidente de la República Francesa, el presidente de Alemania Federal… Sin duda, para ellos, el espectáculo del pueblo de Madrid, en su expresión de fidelidad, era un espectáculo que nunca habían contemplado. Repetidas veces tuvieron que salir los Reyes al balcón, reclamados por la ingente multitud. Y Europa, allí mismo, sin intermediarios, contemplaba a este pueblo, que, una vez más, la tercera vez en dos meses, marcaba, con su presencia, un rumbo, y demostraba el fuerte apoyo social con que nacía la Monarquía.
El carácter histórico de estos días queda demostrado por la propia magnitud de los acontecimientos. Pero repito que, en el futuro, ni una sola línea de esta historia se podrá escribir sin poner por delante el ejemplar comportamiento del pueblo madrileño. Vivió, en muy pocos días, momentos de dolor, momentos de ansiedad, momentos de alegría. No importaban estos estados de ánimo. Lo que quedó como dato y como enseñanza fue el patriotismo» (Diario Arriba, 21 de noviembre de 1975).

Este paladín del pensamiento democrático, lejos de ser repudiado por su pasado franquista, tuvo, al igual que otros muchos, el beneplácito y los parabienes de aquellos que promocionaron una Transición atada y bien atada. A partir de aquí todo fueron prebendas y puestos de trabajo en diferentes púlpitos mediáticos, desde dirigir los informativos de la Cadena Ser, pasando por controlar los de la Cope, hasta dirigir Onda Cero. Pues bien, este demócrata de nuevo cuño, también ha encontrado acomodo en EITB, donde hace unos días fue invitado al programa Boulevard de Radio Euskadi, para analizar la política española.

Hace unos días, denunciábamos la presencia habitual en los programas de EITB del periodista Pablo Montesinos, periodista del medio de ultraderecha, Libertad Digital, mientras los vetos a personas vinculadas con la izquierda abertzale ha sido una constante en el ente público. Uno de los últimos casos, el de Mikel Zubimendi en ETB-1.No hace tanto tiempo, en 2011, ETB daba voz al miembro de Falange, José Ignacio Irusta, en el programa «Ni más ni menos».

Dinero público para dar voz a falangistas y miembros de ultraderecha, para escarnio y humillación de miles de personas. Alguien debe dar una explicación.

Igor Meltxor

 

 

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